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Todos en este
efímero momento llamado existencia, tenemos punzadas, tan profundas y latentes;
estamos dañados, cortados, lacerados, desgarrados, por nuestro pasado y presente.
Estamos
expuestos al sufrimiento y a cada uno le toca su cuota, su pequeño Getsemaní;
hay algunos con más costales, que el equino que lleva tu carga de conciencia,
se derriba en cualquier árbol, a morir de sequedad y sufrimiento.
Aquel
peso es un escudriñador, y ejerce poleas de presión en nosotros, causando un
gran esfuerzo, capaz de romper los músculos de tu corazón. En ese momento de
quiebre, tú decides para qué sirve el peso, si fortaleces los pilares y válvulas
cardiacas, o rompes para siempre tu capacidad de amar.
Repararse
cuando nuestra mente está nublada y nuestro dolor es insoportable, es casi una
utopía, parece inalcanzable, y a medida que la tempestad y la tribulación nos
golpea, repararnos se vuelve una necesidad para vivir, continuar, volver a
sentir, y ser más perfectos, sinceros, prestos.
Siempre
hay un momento de impacto, ese que cambia nuestro rumbo o destino, una colisión
de nuestra mismidad, que golpea cada partícula física y cada pensamiento
divagante y profundo. Que nos fracciona. Y solo vemos una tempestad a nuestro
alrededor.
Sin embargo,
existe ese momento de despertar, de volver a mirar el amanecer, agarrar lo que
nos queda y volvernos a construir.
Tal vez
hay una mano amiga te pueda ayudar, aunque en realidad todo depende de ti.
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